
Picasso decía: “Yo no busco, yo encuentro”. Por eso Matisse, cuando sabía que Picasso iba a visitar su estudio, escondía sus mejores cuadros y solo le mostraba aquellos en los que había fracasado. A Picasso le bastaba con una mirada para retener el milagro de una pincelada inédita, la forma con que Matisse había solucionado un problema de composición, el uso sustantivo del color, y podía copiarlo con todo descaro. En efecto, había encontrado, aunque Matisse trataba de tenderle una trampa. Lo mismo sucedía con Juan Gris en el Bateau Lavoir de Montmartre. Ambos estaban obsesionados e inmersos en el cubismo, uno analítico, el otro sintético, solo que Picasso empezaba a vender cuadros y a ser rico, y Juan Gris por ese tiempo algunas veces llegó a alimentarse con una sopa de huesos triturados de aceituna. Picasso observaba durante unos segundos por encima del hombro de su amigo su trabajo tenaz con el cartabón y por su parte se limitaba a añadir un toque genial. Con los ojos profundos como dos olivas negras de toro zaino, absorbía cuanta belleza encontraba alrededor y era suficiente con que le pusiera la mano encima para convertirla en vanguardia. La encontraba en las maternidades de desmesuradas caderas de las tanagras del museo de Atenas, en la figura llamada La Parisien, una cabeza estucada de mujer de las ruinas de Heraklion que ya aparece con un ojo en el occipital, detrás de la oreja; en el minotauro del laberinto de Creta, en el hilo de Ariadna, en Teseo vestido de torero. Más informaciónA la hora de una exposición colectiva, Picasso se ahorraba las disputas. “Donde esté mi cuadro será la mejor pared”, decía. No obstante, con Matisse guardó una rivalidad larvada, una admiración no exenta de mutuos celos que apenas llegaron a aflorar. Esta secreta rencilla tenía como árbitro a madame Stein, cuyo criterio y admiración basculaba del uno al otro y mantenía en vilo a estos dos grandes artistas que abrieron las puertas de la estética del siglo XX, Picasso como creador de nuevas formas, Matisse como introductor del color salvaje para convertirlo en un sentimiento.Gertrude Stein y su hermano Leo eran dos judíos norteamericanos, coleccionistas muy adinerados que vivían en París en una mansión de la rue Fleurus, 27, detrás de los jardines de Luxemburgo, en el Barrio Latino. Al fondo del jardín habían levantado un pabellón donde exhibían, como en una galería de arte, todos los cuadros de la última vanguardia que adquirían. Fueron muchos artistas, poetas y escritores los que pasaron por allí para implorar y merecer sus favores, Picasso, Matisse, Man Ray, Hemingway, Scott Fitzgerald, James Joyce y Ezra Pound, Sherwood Anderson, entre otros. En un momento dado, en aquel pabellón se imponía un cuadro de Matisse, La joie de vivre, de 174 por 238 centímetros, que ocupaba casi por entero una de las paredes. Matisse lo había pintado en 1906 en París, lo había expuesto en el Salón de Otoño y había sido adquirido por madame Stein. Representaba una escena bucólica en medio de un paisaje pastoril donde unos jóvenes y unas muchachas desnudos se desperezan, tocan el caramillo, se abrazan y bailan. Este cuadro idílico en el que se representaban los pequeños placeres de la vida enervaba a Picasso, que no dejó de combatirlo hasta lograr que Gertrude lo vendiera para colocar en la misma pared Las señoritas de Aviñón, que Picasso acababa de pintar en 1907. Con el tiempo, el óleo de Matisse fue a parar a la Fundación Barnes, de Filadelfia, y el cuadro de las señoritas del burdel de la calle Avinyó de Barcelona se conserva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Con la nariz de una de estas prostitutas trazada a la manera de una máscara negra que le había mostrado Matisse, creó Picasso el cubismo.Por mi parte, una de las figuras del cuadro de Matisse, esa adolescente desnuda que se está desperezando, me sirvió de modelo para escribir una novela, La novia de Matisse, sobre las pasiones del mundo del arte. Pintores, marchantes, coleccionistas y ladrones de cuadros se mueven en un laberinto regido por el poder de la belleza que puede salvarte o destruirte, puesto que la estética también arrastra maleficios, sobre todo cuando obliga a vivir a la altura de su seducción. A Matisse lo llamaban el Doctor. Yo imaginaba que eso se debía a que su arte era curativo y de hecho bastaba con que a la protagonista del relato, enferma terminal, le mostraran un cuadro de Matisse para que de repente sanara.Un milagro que podría repetirse hoy mismo en cierta forma si el espectador se pasa por Caixa-Fórum de Madrid para contemplar la exposición de Matisse o visita la muestra en el museo Thyssen donde se enfrentan esta vez Picasso y Paul Klee. Es innegable que estamos viviendo los peores momentos de una sociedad moralmente putrefacta. Pero el arte llega siempre al rescate. ¿A qué asa habrá que agarrarse? Después de darse un baño de Matisse y de Picasso, uno deja de sentirse sucio y sale de la exposición purificado.
Picasso y Matisse, al rescate | Cultura
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